Cuento de Italo Calvino sobre la corrupción que habla
sin saberlo de España y la educación
Ofrezco la traducción de un
cuento de Italo Calvino de 1980 sobre la corrupción que refleja del modo más
puro el comportamiento que ha asolado España y otros países (Calvino habla del
suyo, Italia) abocándonos a una crisis de la que no se saldrá si no cambian
muchas cosas.
Aprovecho también para
recomendar las reflexiones de Gabriella Giudici, una profesora de filosofía en
el Liceo Statale di Scienze Umane “A. Pieralli” de Perugia (Italia), en un
interesantísimo blog sobre temas de educación y filosofía altamente
recomendable por la calidad de sus entradas
Precisamente es ella la
autora de la falsa cita atribuida a Italo Calvino
«Un país que destruye la
Escuela Pública no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o su costo
sea excesivo. Un país que desmonta la Educación, las Artes o las Culturas, está
ya gobernado por aquellos que sólo tienen algo que perder con la difusión del
saber». (Italo Calvino, 1974)
Lo explica en un post de
octubre de 2012
“Nell’ottobre scorso,
riflettendo sul declino della scuola pubblica e sul particolare accanimento
mostrato dai governi degli ultimi vent’anni nel portare a compimento l’opera di
decostituzionalizzazione della pubblicaistruzione, mi era tornato
in mente L’apologo sull’onestà, uno degli ultimi interventi di
Calvino sulla stampa, nel quale lo scrittore tratteggiava la singolare
antropologia di un paese nel quale i “responsabili” od “onesti”non
siedono nell’assemblea dei“rappresentanti del popolo”, ma tra le macerie
delle istituzioni da questa bombardate.
Avevo osservato, allora,
che “un paese che distrugge la sua scuola non lo fa mai solo per
soldi, perché le risorse mancano o i costi sono eccessivi. Un paese che
demolisce l’istruzione è già governato da quelli che dalla diffusione del
sapere hanno solo da perdere”, concludendo che il senso di
questa constatazione era meglio spiegato proprio dal testo calviniano che
riproponevo in lettura.
Da quell’ottobre, questo
post è stato rilanciato su facebook e visionato centinaia di
volte, fino a smarrire la distinzione tra la mia introduzione e il testo
calviniano.”
Remito a la lectura completa
de ese post y adjunto la traducción personal del texto de
Calvino aparecido en la Repubblica, 15 de marzo de 1980 (y no de 1974),
con el título “Apologo sull’onestà nel paese dei corrotti”.
Defensa de la
honestidad en el país de los corruptos
Italo Calvino
Había un país gobernado al
margen de la ley. No es que faltaran leyes, ni que el sistema político no
estuviese basado en principios que todos, más o menos, compartieran. Se trataba
de que este sistema, articulado en torno a muchos centros de poder, necesitaba
de medios financieros desmesurados (los necesitaba porque cuando uno se
acostumbra a manejar mucho dinero pierde la capacidad de pensar la vida de otra
manera) y estos medios se podían adquirir solo ilícitamente reclamándolos
a quienes los tenían y a cambio de favores ilícitos. Es decir, quien podía dar
dinero a cambio de favores del tipo, ya había hecho ese dinero mediante favores
anteriores; de lo que resultaba un sistema económico de alguna manera vicioso
pero no privado de armonía.
En el financiarse
ilícitamente no afloraba ningún sentimiento de culpa en cada centro de poder,
porque por la propia moralidad interna lo que era hecho en interés del grupo
era lícito; y de esta manera, bien visto: en cuanto cada grupo identificaba el
propio poder con el bien común; la ilegalidad formal por lo tanto no excluía
una superioridad legal sustantiva. Es verdad que en cada transacción ilícita a
favor de entidades colectivas es normal que una parte quede en manos de
personas particulares, como recompensa por las inestimables prestaciones al
procurar medios: de ahí lo ilícito, que por la moralidad interna del grupo era
lícito, incorporaba un resto de ilícito incluso en esa moralidad.
Y para mirar bien lo privado
individual que confluía con lo colectivo, bastaba hacer actuar el propio
beneficio en pos del beneficio colectivo, y de esta manera convencerse sin
hipocresías de que la propia conducta no solo era lícita sino además bien
vista. Al mismo tiempo el país tenía igualmente un enorme presupuesto oficial
alimentado de los impuestos sobre cada actividad lícita, y financiaba
lícitamente a todos aquellos que lícitamente o no lograban hacerse financiar. Y
porque en ese país nadie estaba dispuesto, no decimos a
arruinarse pero ni mucho menos a poner de lo propio (y no se sabe en
nombre de qué se habría podido pretender que alguno lo hiciera), las finanzas
públicas servían también para integrar lícitamente en nombre del bien común las
pérdidas de las actividades que, siempre en nombre del bien común, se hacían
por vía ilícita.
La recaudación de impuestos
que en otras épocas y civilizaciones podía ambicionar orientarse al deber cívico,
regresaba de esta manera aquí a su pura sustancia de acto de fuerza
(así como en algunas ciudades a los impuestos del Estado se añaden los de
organizaciones gangsteriles o mafiosas), acto de fuerza que el contribuyente
toleraba para evitar males mayores mostrando así el alivio de la
conciencia al lado de una desagradable sensación de complicidad pasiva con la
mala administración de la cosa pública y con el privilegio de las actividades
ilícitas, normalmente exentas de impuestos.
De tanto en tanto y cuando
menos se lo esperaba, un tribunal decidía aplicar las leyes, provocando
pequeños terremotos en algunos centros de poder e incluso arrestos de personas
que habían tenido hasta entonces sus razones para considerarse impunes. En
estos casos, el sentimiento mayoritario, tanto como la satisfacción por la
revancha de la justicia, era la sospecha de que se tratase de un arreglo de
cuentas entre centros de poder. Por lo que era difícil dirimir entre si
las leyes se usaban solo como armas tácticas o estratégicas en las batallas
intestinas entre intereses ilícitos, o si los tribunales para legitimar sus
funciones institucionales tenían que acreditar la idea de que también ellos
pertenecían a centros de poder y de intereses ilícitos como todos los demás.
Por supuesto que una
situación de este tipo era propicia a las delitos de tipo tradicional, que
como secuestros de personas y desvalijamientos de bancos (y tantas otras
actividades más modestas como el robo en motocicleta) se insertaban como
elementos de imprevisibilidad en el mercado financiero, haciendo desviar el
flujo de dinero por caminos subterráneos de los que antes o después emergía de
mil maneras inesperadas como finanzas lícitas o ilícitas.
Opuestas al sistema ganaban
espacio las organizaciones terroristas que, usando aquellos mismos métodos de
financiamiento de tradición fuera-de-la-ley, y con una buena dosificación del
goteo de crímenes en todas las categorías de ciudadanos, ilustres o no, se
mostraban como la única alternativa global al sistema. Pero su efecto real
reforzaba el sistema hasta el punto de ser indispensables, confirmando el
convencimiento de que era el mejor sistema posible y de que no se
debía cambiar nada. De esta manera todas las formas de lo ilícito, desde
las más astutas a las más feroces, se saldaban en un sistema que tenía su
estabilidad, solidez y coherencia y en el que muchas personas podían encontrar
una ventaja práctica sin perder el beneficio moral de sentirse bien consigo
mismo. Los habitantes de ese país habrían así podido sentirse del
todo felices si no hubiera sido por un creciente número de ciudadanos a
los que no se sabía categorizar: los honestos. No por alguna razón
especial (no podían proclamarse seguidores de altos principios, ni
patrióticos ni sociales ni religiosos, puesto que no los había), sino por
hábito mental, condicionamiento del carácter, tic nervioso. En suma, no podían
manejarlos al ser así, si las cosas que estaban en su corazón no eran
tasables en dinero, si su cabeza funcionaba siempre en relación a aquellos
mecanismos que coligan la riqueza con el trabajo, la estima con el mérito,
la satisfacción propia a la satisfacción de los demás.
En ese país de personas
siempre a gusto con su conciencia, los honestos eran los únicos con
escrúpulos que se preguntaban en cada momento qué debían haber hecho.
Sabían que ser morales con los demás, indignarse, predicar la virtud son cosas
que encuentran demasiado fácilmente la aprobación mayoritaria, de buena o mala
fe. El poder no lo encontraban demasiado interesante para
considerarlo en sí mismo (al menos aquel poder que interesaba a los
demás); no se hacían ilusiones de que en otros países no hubiesen los
mismos vicios, aunque estuviesen mejor tapados; no creían en una sociedad
mejor porque sabían que lo peor siempre es más probable.
¿Debían resignarse a desaparecer? No, su consuelo era pensar que así como en
todas las sociedades durante milenios se había perpetuado una contra-sociedad
de malandrines, rateros, ladronzuelos, estafadores, una contra-sociedad que
nunca tuvo la pretensión de integrarse sino solo de sobrevivir en los pliegues
de la sociedad dominante y afirmar su modo de vivir a despecho de los
principios consagrados, y por esto habían dado de sí mismos (al menos visto
desde la distancia) una imagen libre y vital, del mismo modo la contra-sociedad
de los honestos podría sobrevivir durante siglos en los márgenes de lo
corriente sin otras pretensiones que vivir la propia diferencia,
sentirse distintos de todos los demás, significando así algo esencial para
todos, por ser imagen de algo que las palabras no pueden expresar, de algo que
todavía no ha sido dicho y que no sabemos qué es.
Tratto da Romanzi e racconti
– volume 3°, Racconti e apologhi sparsi, i Meridiani, Arnoldo Mondadori
editore. Uscito su la Repubblica, 15 marzo 1980, col titolo “Apologo
sull’onestà nel paese dei corrotti”.
Original BY DENOBISIPSIS del Blog Filölearning
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